¿Por qué Chile no es un país desarrollado como Estados Unidos, Canadá, Australia, Japón, Holanda, Singapur y varios otros que podrían ser agregados a esta lista?
¿Cómo se puede explicar a nuestro pueblo que después de casi 200 años de vida independiente, nuestro producto per capita sea sólo de entre un 13% ó 29% del de Estados Unidos, dependiendo de si la comparación es a tasas de mercado o según la paridad del poder de compra, esta última seguramente más relevante?
Si a lo anterior se le agrega que en términos de recursos naturales per capita, Chile es igual o superior a los Estados Unidos y que estimaciones de nuestro capital humano per capita son cercanas a un 60% del norteamericano, se puede llegar a la tremenda conclusión que si fuéramos un estado más de Estados Unidos, a corto plazo —¿10 años? — llegaríamos a ese nivel de producto relativo, alrededor de US$ 23.000 anuales de producto per capita si el ajuste se efectuara hoy día, y en un plazo algo más largo, que es lo que demora el proceso de aumento del capital humano a través de mejor educación y salud esencialmente, nos equipararíamos con el producto medio norteamericano. En términos económicos, esto significa que existe un factor que tiene una fuerte productividad negativa y que está frenando a nuestro principal recurso económico, que es el capital humano. Expresado en forma simple, el habitante común de Chile vale más y podría producir más si no estuviera disminuido y limitado por dicho factor.
¿Qué explicación hay para todo esto? Si se analizan con perspectiva histórica diferentes variables que podrían explicar tan abismales diferencias y su permanencia en el tiempo, pronto se llega a la conclusión que para cada variable hay ejemplos de países que han superado estos supuestos casos de inferioridad; por ejemplo, para el factor lejanía tenemos a Australia y Nueva Zelanda, entre otros; para el factor tamaño tenemos Holanda, Singapur y varios más; para catástrofes naturales tenemos a Japón… y así podríamos seguir. Sin duda, no faltarían quienes suscribirían algún tipo de teoría racial, basura intelectual moralmente reprobable y comprobada falsa hasta la saciedad.
Entonces ¿dónde está la causa? ¿Por qué no se aplica la vacuna contra la enfermedad del subdesarrollo si aquella fue descubierta hace ya mucho tiempo?
Un análisis desapasionado debe concluir que la diferencia fundamental entre países se debe a la calidad de las respectivas políticas a través del tiempo. Estas políticas, si son buenas, van creando una institucionalidad que promueve —o retrasa si son malas— el desarrollo económico y social. Ahora bien, el que un país como Estados Unidos tome consistentemente buenas decisiones y un país como Chile tome casi con la misma consistencia decisiones regulares o malas, no puede ser producto del azar y sí tiene que tener alguna explicación coherente con el proceso de toma de decisiones a nivel social. Es aquí donde la responsabilidad por esta falla histórica debe ser asignada a los grupos dirigentes o elites de todo tipo —políticas, empresariales, laborales, culturales, militares, sociales, etc. — que son quienes, por definición, tienen el poder para las decisiones relevantes en la sociedad. La causa fundamental de esta falla de la elite dirigente es probable que haya sido simplemente la falta de conocimiento —por cierto no la mala fe— a la que cabe agregar una cuota de defensa de intereses creados.
Usando un símil estudiantil, en un examen mundial de elites seríamos posiblemente reprobados con la obligación de repetir el examen, muchos deberían repetir el año y varios serían definitivamente expulsados del colegio.
Esto debe ser corregido con urgencia y la razón es muy simple: los pobres no pueden esperar. Este es un imperativo moral ineludible sobre el cual hablamos mucho y hacemos menos de lo debido.
El remedio es simple y complejo a la vez, ya que pasa o por un cambio dramático de los consensos y urgencias de las elites, o por la sustitución de estas o, más probablemente, por una mezcla de ambas cosas. En este sentido, el Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos es una estupenda oportunidad de traspasarle a una de las mejores elites de la historia una parte significativa de nuestras decisiones. El caso exactamente opuesto sería nuestra incorporación al Mercosur.
La agenda política del país debería ser una y sólo una: cómo superar estos enormes desequilibrios a la brevedad y con generosidad suficiente para ver el interés nacional antes que el propio. En definitiva, no existe proyecto más rentable a nivel nacional que el implementar buenas políticas, compensando a los afectados cuando sea necesario. La mayoría de estas políticas específicas son bastante obvias y no son ajenas a la discusión actual en Chile. Es la rapidez, profundidad y el abarcar la totalidad de las áreas lo que hace la diferencia entre una auténtica revolución y una ineficaz gradualidad que nos hace vivir en una permanente medianía.
Es evidente que la historia de gran parte del siglo XX habría sido muy distinta si los gobiernos de todo signo político hubiesen implementado políticas eficientes. Su falla es la responsable de la mayor parte de los trágicos desencuentros que hemos sufrido.
Alguien podría creer que me considero un mero espectador de lo acontecido. No es así y desde ya admito toda la responsabilidad que me corresponda por las imperfecciones de nuestro sistema. Pero si no queremos que en 100 años más nuestros tataranietos se hagan la misma pregunta con que parte este artículo, debemos actuar prontamente y con gran decisión. Los pobres y un verdadero patriotismo lo demandan.
Manuel Cruzat Infante
2001-03-16